Tuvo una infancia por demás difícil y sufrió la cárcel por desafiar las políticas del apartheid. A pesar –o quizá a causa– de ello, terminó distinguiéndose como fino cultor de un humor a veces fustigado por la crítica, pero amado por las multitudes.
Por Silvina Friera
El gran payaso que hizo reír a millones de lectores andaba por la cuerda floja de una salud cada vez más tambaleante por la diabetes que padecía. Tom Sharpe, el más corrosivo y salvaje de los tres grandes maestros del humor inglés –junto con P. G. Wodehouse y Evelyn Waugh–, murió ayer a los 85 años en la localidad de Llafranc, en la Costa Brava (noreste de España), donde residía desde hacía 24 años. El creador de Wilt –personaje memorable, atribulado y pusilánime profesor de literatura de una escuela politécnica que trata de salir airoso de situaciones embarazosas y equívocos multiplicados a la enésima potencia, protagonista de una saga integrada por cinco novelas– no apelaba a las medias tintas para expresar asuntos sombríos. “He estado pensando en la muerte desde que tenía ocho años, es inevitable y ahora soy mayor, ¿por qué preocuparse?”, afirmaba con un tono socarrón el escritor que se ensañó con la arrogancia, los vicios y las debilidades de la sociedad británica. Y al que le gustaba apuntar directo al blanco de su credo estético sin afeites intelectuales: “Soy un realista que utiliza el humor negro”, solía repetir. Así de sencillo. Pero el “caso” Sharpe, no obstante, es más complejo. O tal vez responda al mismo guión garabateado, capítulo tras capítulo, por el prejuicio de siempre: autor que vende mucho –más de 22 millones de libros– es automáticamente ninguneado en los suplementos literarios.
En Gran Bretaña los críticos lo desprecian. “Devoran mis novelas con el sano placer de destrozarlas”, contaba Sharpe. “Yo agradezco el esfuerzo y los invito a tomar una ginebra en mi compañía, porque cuanto más empeño ponen en su cometido más libros vendo.” Más allá de la pulseada sin cuartel entre escritores y críticos –un tópico cuya exageración conduce al disparate–, lo cierto es que el humor no siempre cotiza bien en las bolsas de la Academia. “De los problemas y tragedias humanas cada cual tiene su opinión, pero ¿qué se puede decir del humor? Si lo explicas lo estropeas. Los críticos lo saben y evitan teorizar. Cuente un chiste y luego intente explicarlo. Resultaría ridículo”, argumentaba el escritor británico que había nacido en Londres, en 1928. No tuvo una infancia confortable. Hasta los seis años vivió en Johannesburgo (Sudáfrica). Su padre, un predicador que pronto se convertiría en un nazi de una sola pieza, no vacilaba en ser estricto y durísimo. Le regaló un rifle enorme que ese niño no podía ni siquiera sostener. Y le enseñó a disparar con el mismo rigor que utilizaba cuando lo castigaba brutalmente ante una equivocación.
Tal vez el ingreso a la Universidad de Cambridge fue lo más parecido al paraíso luego de ese bautismo de violencia familiar demencial. Estudió Letras e Historia, después se enroló en la Marina Real Británica hasta que decidió regresar a Johannesburgo –en 1951–, donde trabajó como asistente social, profesor y fotógrafo. En Sudáfrica encontró el principal abono que posteriormente, desde la farsa, le permitiría escribir su primera novela acerca de su experiencia sudafricana, Reunión tumultuosa, que publicó recién en 1971. Una mujer blanca, de recia estirpe británica, asesina a su cocinero negro. En la novela, el gobierno intenta encubrir el asesinato endilgándole el crimen a otra persona de menor alcurnia. Y la búsqueda de esa persona desencadenará una escalada de episodios burlescos. El escaso tiempo libre del que disponía entonces en Johannesburgo –se desempeñaba como docente de un internado de niños blancos– lo dedicó a tomar fotografías en los suburbios de la ciudad. Su empecinamiento por dejar testimonio de la miseria que vio y sus artículos críticos contra el apartheid fueron la chispa que encendió el espanto represivo. Acusado de “comunista peligroso”, Sharpe estuvo encarcelado en la prisión de Maritzburg. El departamento especial de la policía sudafricana quemó 36 mil negativos. Sólo se salvaron otros 6000 que había dejado “por seguridad” en casa de unos amigos. Finalmente, en 1961 fue deportado.
Volvió al Reino Unido y dio clases de Historia y Literatura en el Cambridge College of Arts and Technology, donde tuvo que lidiar con alumnos difíciles que le suministrarían la materia prima de la que surgiría Wilt (1976) y el resto de las secuelas: Las tribulaciones de Wilt (1979), ¡Animo, Wilt! (1984), Wilt no se aclara (2004) y La herencia de Wilt (2010), publicadas en español por Anagrama. Aunque sistemáticamente se tropiece con la piedra de ese sobreentendido denominado “humor inglés”, Sharpe parecía encarnarlo a la perfección. El cascoteado Henry Wilt, el protagonista de la saga, pivotea entre los alumnos desinteresados y su esposa Eva –pelirroja enérgica a la que sueña asesinar–, además de otros personajes “secundarios”. “Mis libros son farsas”, postulaba el escritor. “A veces contienen mucha muerte y mucho dolor. En esto parecen comics en prosa. Pienso que he visto muchos muertos de verdad”, agregaba el autor de Zafarrancho en Cambridge (1974), Vicios ancestrales (1980) y Lo peor de cada casa (1996), un retrato feroz de la cultura yuppie, el enriquecimiento veloz y el régimen de Margaret Thatcher. “El thatcherismo no pudo ser más nefasto –subrayó en una de sus últimas entrevistas–. “Supuso un paso atrás en el desarrollo social. Creó una desigualdad de clases indignante. Por un lado, surgió esa casta de estúpidos aventajados, los yuppies y, por otro, ensanchó la población de los desfavorecidos. Era partidaria del éxito individual, del triunfo de la persona, pero en cualquier colectivo hay ciudadanos con menos capacidades y oportunidades que los demás. ¿Qué hay que hacer con ellos? ¿Apartarlos? ¿Humillarlos? Ella lo creyó conveniente y por eso me parece un ser despreciable.”
Sharpe descubrió Llafranc, el pueblo en plena Costa Brava catalana, por sugerencia de Carmen Balcells, su agente literaria en España. “No creo que mi vida le importe a nadie. Otra cosa es que conocer mi vida ayude a entender el porqué de muchas de las cosas que he escrito. Se sabe lo que he querido que se sepa y, aun así, hay cosas que escapan a lo que uno quisiera contar. Que el mundo esté loco me ha permitido escribir libros que se burlan de esa locura. Que mi vida tenga momentos de locura es algo diferente”, planteaba el clown británico, ese loco lindo que siempre derrochará la encantadora ferocidad de sus carcajadas.